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Renunciar no es una opción.
Cierta vez los discípulos quisieron
averiguar cuál era la mejor oración, la
obra maestra de una buena plegaria.
«Enséñanos a orar», dijeron. Ellos deseaban
saber cuáles eran los temas que no podrían
faltar en una buena oración. Así que el Maestro
les enseñó cómo hacerlo, les
ofreció un ejemplo con algunos
temas básicos que no
deberían faltar en una
oración saludable. Y el orden
no está librado al azar.
«Padre nuestro que estás en
el cielo, santificado sea tu
nombre, venga tu reino, hágase
tu voluntad en la tierra
como en el cielo. Danos hoy
nuestro pan cotidiano. Perdónanos
nuestras deudas, como
también nosotros hemos perdonado
a nuestros deudores» (Mateo 6:9-12).
Vuelve a leer el orden. Primero agradeces por el
pan, luego arreglas el tema de tus pecados. O
sea, para hablar de tus deudas, primero tienes
que estar sentado a la mesa.
Esto es justo lo contrario de lo que la tradición
nos ha enseñado.
La tradición te dice: «No te presentes ante el
Señor si tienes las manos sucias».
El Señor dice: «Siéntate a mi mesa como estés, partamos
el pan, y luego hablemos de tus deudas».
O sea, que si no puedes comprender tu derecho
a sentarte a la mesa, nunca podrás resolver tu
problema.
Mis hijos siguen siendo mis hijos aun cuando
traen una mala calificación del colegio. Lo
seguirán siendo si por alguna razón se enojan
conmigo o atraviesan una etapa de rebeldía. Y
jamás pierden su derecho a sentarse a mi mesa.
No importa lo que hayan hecho durante el día,
le regla en mi casa es que a la hora de la cena,
todos deben estar alrededor de la mesa familiar.
No somos una de esas familias disfuncionales
donde cada uno come por su lado, algunos en la
habitación, otros en la cocina, y cada uno un
menú diferente. A la hora de cenar, todos deben
estar allí.
Y si hubo algún problema, lo discutimos antes
del postre.
Ese es el gran detalle de la gracia bien entendida.
No te levantas de ahí hasta tanto hayamos arreglado
el asunto.
La mesa está servida para arreglar esa debilidad.
Ven, siéntate sin sentirte discriminado, eres mi
hijo tanto como aquel que viene con las manos
impecables. Participa de la comida con total confianza,
pero antes de que te levantes, hablaremos
de tus deudas.
No interesa con qué hábito secreto estás
luchando. Puede tratarse de la lujuria, la envidia,
los celos, la mentira, los ojos impuros, los pensamientos
incontrolables. Sin importar lo que
sea, tienes que comprender que la renuncia no
es una opción que puedes considerar.
Alejarte de la presencia de Dios o renunciar son
lujos con los que no cuentas.
Así le hayas fallado una docena de veces, regresa
a la mesa esta noche. Vas a sentir lo que yo
llamo una «incomodidad santa», lo cual significa
que vas por buen camino.
El profeta Daniel confesó que ante su presencia
le temblaban las piernas. Está muy bien que te
sientas desnudo, indefenso, con una mancha que
no puedes disimular. No creas esas frases místicas
de aquellos que dicen: «Cuando me dispuse
a orar, sentí que la gloria y la unción estaban
sobre mí y una luz muy brillante me envolvió».
Por lo general, lo que sentirás es todo lo que te
falta por cambiar, pero te alegrarás de haberlo
descubierto ante él.
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